En una época como la actual, en la que ansiamos sentirnos exclusivos y proclamarlo a los cuatro vientos, es bueno recordar aquello que nos une.
A todas las personas nos une la mente, las emociones y el corazón… como poco.
Es un hecho científico que el ser humano ha sabido dominar a todas las especies y adaptarse a todos los climas del planeta. También es un hecho histórico que a lo largo de su historia el ser humano ha impuesto su voluntad a sus congéneres, con funestas consecuencias. Resulta indiferente el siglo o continente en que pongamos el dedo sobre la historia humana: siempre encontraremos la voluntad de poder de unos pocos respecto al grupo.
El ser humano en su modelo de desarrollo ha restado dignidad al reino mineral, destrozando miles de kilómetros y arrasando todo lo que estuviera sobre su botín. También ha arrasado el reino vegetal, apostando por un monocultivo enfocado a la productividad, rompiendo con ello los tiempos y condiciones naturales de los procesos vegetales, e intoxicando en el proceso a la tierra y los frutos que consumimos.
En una escalada mayor, el ser humano ha eliminado la dignidad a los animales, anulando su condición de seres sensibles. Lo ha desposeído de su condición, de sus emociones, de sus sentimientos, de su derecho a vivir y los ha reducido a carne o productos al peso. Los ha recluido en cárceles factorías, donde, desprovistos de dignidad e identidad, son considerados meros elementos en el proceso de creación de carne, huevos, o todos los subproductos medibles y vendibles. Por cuestión de conveniencia moral, se les ha desprovisto de su dignidad de vida y se les trata como mercancía.
La tecnología ha propiciado el que el ser humano se encuentre hoy en día en su último salto: eliminar la dignidad a su propia especie. Reducir la singularidad de cada individuo -su incomparable dignidad por su mera condición humana-, a datos, patrones algorítmicos y perfiles psicológicos con el enfermizo deseo de conseguir más, de substraer más, de dominar más a costa de todo.
En eso también somos iguales. Es una verdad sencilla pero muy profunda en sus ramificaciones: el ser humano está perdido en el abismo si sólo se guía por su inteligencia y no somete ésta a su «corazón». A su «amor», a su vinculación física -a su interdependencia- con el resto de reinos que conforman este único mundo posible. La Tierra.
Vivimos un tiempo en que esta separación está alcanzando cotas nunca antes vista, pues nunca antes en nuestra historia común, la humanidad ha dispuesto de tanto poder por su desarrollo tecnológico.
En cada uno de los países del planeta se vive esta realidad: la inteligencia está cabalgando sola en algunas mentes e instituciones de poder hacia un mundo horrorizado.
Un mundo en el que también se aniquile la dignidad del reino humano y se reduzca a piezas, a números, a objetos, a materia, como ya sucede en los reinos minerales, vegetales y animales.
Afortunadamente, esta época tan trascendental también está avivando en muchas personas e instituciones la sabiduría del apreciado «sentido común»: aquello que nos llama al acuerdo, al respeto, a la no confrontación viciosa y sesgada, a la unificación de propósito. La que nos anima a ver, comprender y sentir -y avivar, en suma-, el espíritu de comunión que compartimos, como especie, todos los seres humanos.
Todos somos uno en lo esencial. Y lo esencial no se ve, no se vende y no se mata porque es lo que somos.
Que prime en tu vida este empoderamiento hacia lo que nos une. Porque, ya lo dijo el humilde sabio: «lo esencial es invisible a los ojos».
DEDICADO A TODOS LOS AGRICULTORES QUE SE ESTÁN MANIFESTANDO ESTOS DÍAS EN ESPAÑA. NO ES LA DUCTIL IDEOLOGÍA LO QUE LES MUEVE SINO EL HAMBRE, QUE LES LLAMA A LA ACCIÓN DIRECTA.
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