Buceando en el anillo del miedo

 

Céntrate en el anillo del miedo

el borde dorado que une tu cuello

y tu garganta con tu torso

 

Ánclate ahí durante la próxima meditación

Dedícate veinte o treinta minutos a sentir y

escuchar toda esa zona, todo el contorno

todo su contenido, mientras permites

que la inspiración y espiración se produzca

y te hable en su transcurrir

 

¿Qué aflora a tu consciencia?

 

¿Qué pensamientos, sensaciones o emociones

despierta?

 

Permanece como un farero

en lo alto de su faro, firme y confiado

en medio de los golpes del mar

 

Siente el aire al entrar

siente la calidez de tu respiración

siente la fuerza y energía de este proceso

y lo que trae en su marea hacia ti

 

Entrégate hoy al círculo del miedo

y verás: es Amor

Mas allá de los ismos

el viaje de riddhi

Para Eugene Ionesco, académico francés y rumano, las ideologías nos separan, mientras que los sueños y las angustias nos unen.

Básicamente, las ideologías son un conjunto de ideas. Se enlazan y forman un discurso que trata de justificar un razonamiento, que es justamente por el que sus partidarios abogan.

A diferencia de la filosofía, cuya intención es que cada participante reflexione y extraiga sus conclusiones sobre cuestiones esenciales en aras de hallar una mejora en su conocimiento, en las ideologías se busca que sus dictados afecten a todo un colectivo social; es decir, a un sector de la población (o a un «nicho», como macabramente se define hoy en día en marketing).

Generalmente las ideologías se posicionan como excluyentes, en el sentido de que, o se aceptan con su modelo íntegro de pensamiento, o bien formamos parte de «los otros», de los equivocados, de los culpables, de los enemigos… En ese sentido, toda ideología es un sistema de pensamiento y pertenencia excluyente, con gran afinidad al sistema de pensamiento de una secta.

Las ideologías nos separan, como afirma Eugene Ionesco, doctorado honorario de la Universidad de Nueva York, Lovaina, Warwick y Tel Aviv. Básicamente nos separan porque cada sistema ideológico, cada conjunto de máximas que se definen a sí mismas como verdades, fraccionan el Todo. En ese camino desacreditan, disminuyen y hasta apartan a quienes no sean afines a sus postulados. Obviamente, cuando más excluyente y radical sea un idealismo, más potencial conflictivo y desestabilizador supondrá para la sociedad que les dé cobijo.

En el estado ideal de sociedad, que no utópico, el ser humano (aquel que sueña esperanzas y padece angustias) debiera situarse en el eje central de cualquier sistema ideológico.

Lamentablemente, la ideología se ha utilizado como una herramienta más de manipulación y confrontación social. Bien lo vemos hoy en día en países como España. Con ellas se busca engatusar al ciudadano para que acabe consintiendo el autoritarismo. Se ha usado su enorme potencial para su más bajo fin.

Hoy en día nuestro día a día se tiñe de conflicto. A diferencia del conflicto en el debate filosófico, su intención no es hallar entre todos un punto de comunión, de armonía y bienestar colectivo, sino avivar deliberadamente la agresividad y el conflicto social, para desviar la atención pública de los asuntos importantes que les afecten como el paro, la vivienda, la sanidad, la educación…

Se da una correlación inexorable que hoy en día vivimos muy nítidamente: cuanto más se involucra un gobierno o una ideología en la vida cotidiana, privada y colectiva de sus ciudadanos, más riesgos existen de revueltas y tentativas de autoritarismos cuyos caminos sombríos forman parte de nuestra historia.

Han de surgir en cada país sus particulares Martin Luther Kings. Ciudadanos que vislumbren a sus congéneres ese sueño que todos compartimos más allá de razas, credos y géneros: un gobierno que gestione con eficacia y sin excesos lo Público, y que deje en paz a los ciudadanos de su país, respetando su libertad de acción y pensamiento.

Dejemos para la historia todos los «ismos», políticos, económicos, morales o religiosos… Son más peligrosos que el fuego. Como Claudio Naranjo señalaba, estos sistemas ideológicos actúan como las instituciones burocráticas: nacen para servir a algo y acaban sirviéndose a sí mismas, fagocitando todo en el camino.

Debemos unirnos porque el individualismo (otro «ismo»), más allá de darnos la libertad del ombligo, nos quita todo el poder de pertenencia a una gran sociedad: a un espacio colectivo de convivencia con su calidad de vida y sus derechos ya adquiridos (mientras no nos sean sustraídos). Sin ciudadanos que apelen por este mantenimiento del poder de una sociedad, sin estos soñadores ansiosos a que se restaura la justicia, sin esta masa crítica, sin ningún rugido…. sólo nos queda ser llevados a repetir las horribles sombras de la historia.

Y tras el horror, comprendido la pobreza de miras, comenzar una nueva promesa hacia una sociedad más honesta, más afín a los dictados de la naturaleza y más justa. Aquella sociedad que apenas se vislumbra en la que, por primera vez, podamos afirmar sin sonrojo que, efectivamente, el pueblo ha recuperado su condición de soberano: de sostén de un estado que ya no le pone el yugo.

Privacidad en Efectivo

Desde el despegue de las redes sociales, nuestro sentido de privacidad ha vivido grandes cambios.

Tiempo atrás, éramos muy recelosos en el uso que podría hacerse de nuestra información personal.

Tras dos generaciones unidas desde su más tierna infancia al móvil, nos hemos acostumbrados a entregar grandes cotas de intimidad a cambio de los beneficios que nos brinda la tecnología.

Usando el móvil, aceptamos que todos los datos aportados por nosotros o extraídos por las herramientas que incorporan sus dispositivos, sea el precio a pagar por disfrutar de todas sus posibilidades.

Quizás, sin saberlo nosotros siquiera, permitimos que accedan incluso a nuestra caja secreta de deseos y frustraciones (a nuestro subconsciente). A cambio, nos sentimos más poderosos y felices con las capacidades y estímulos inmediatos que nos entregan. Pero es que, además, parece no haber opción alguna: la sociedad se ha diseñado para que su uso sea ya irremplazable.

Esta traslación hacia lo virtual en nuestros modos de vida, se ha extendido también al uso del dinero. Desde esta nueva perspectiva, para algunos resulta hasta primitivo tener que manosear sucios papeles para pagar nuestros gastos. ¡Ni punto de comparación con la comodidad y estilo de un leve giro de muñeca al datáfono!

Sin embargo  -centrándonos en nuestros derechos y libertades esenciales-, tras este aparente gesto de progreso se esconde un tenebroso potencial de e-s-c-l-a-v-i-t-u-d. Así, con todas sus letras.

Imaginemos brevemente que el dinero en efectivo desaparece (por comodidad, prevención sanitaria o lo que sea…)  De entrada, todas las compras y pagos que realicemos desde entonces serán controladas: absolutamente todas.

Ante este planteamiento, muchos afirman que no tienen nada que esconder y  les importa poco que se sepa en qué gastan su dinero; pero esta e-s-c-l-a-v-i-t-u-d es mucho más que un repentino reparo por salvaguardar la intimidad.

Si se consigue hacer desaparecer el uso del dinero en efectivo, el estado y las grandes corporaciones globales conocerán en qué gastas hasta el último céntimo de tu dinero. Y lo más peligroso si cabe: podrán limitar, reducir o condicionar tu capital, su uso y disfrute según les interese, y de manera inmediata.

Podrán limitar el uso de tu tarjeta según donde figures geolocalizado en cada momento, limitarla a un horario concreto, a una serie de productos no baneados, a un saldo variable según tus relaciones tributarias, historial sanitario, policial, etc. El motivo será la conveniencia, pero se alegará un imperativo legal, razones de control climático o lo que dicten los medios como urgencia planetaria del momento.

Nada más placentero que poder emplear nuestro dinero en lo que deseemos y disponer (siquiera como efecto colateral, aunque no nos importe) del derecho a una privacidad efectiva sobre en qué, cómo, cuánto y cuándo gastamos el fruto de nuestro esfuerzo. Y lo más tranquilizador, por justo: sin sobresaltos sobre limitaciones arbitrarias en su uso, ni variaciones sorpresivas en nuestro saldo.

Que el dinero en efectivo y la libertad del consumo nos acompañe al menos por este siglo. De los europeos unidos, depende.

Diálogo con Dios – de Leonard Jacobson

«Un hombre que buscaba sinceramente a Dios, le gritó:

– ¡Te amo, pero no sé cómo encontrarte!

– Mantente en calma -respondió Dios-. Quédate en silencio. Hazte presente. Mira, y me verás. Escucha, y me oirás, puesto que estoy en todas partes. Al principio te será difícil, porque soy invisible. Estoy escondido, y hablo muy suavemente. Tienes que estar en silencio para escucharme. Tienes que estar en calma para verme. Debes ser vulnerable, estar receptivo y sensible para sentirme. Si me has de conocer, deberás volverte inocente. Entregar todas tus creencias acerca de mí, porque estoy más allá de las creencias. No intentes imaginarme, porque soy real y no me puedes imaginar. No me construyas a tu imagen y semejanza, porque estoy más allá de todas las imágenes. Sé sincero y me encontrarás, puesto que soy amor y siempre estoy contigo. No puedes abarcar lo que soy, así que no lo intentes. Solamente hazte muy presente, mantente en calma y observa. Aquí estoy».

Del libro, «Viaje al ahora – guía para despertar», de Leonard Jacobson

Audio: https://youtu.be/93531IBNoww?si=MfGK1…

El bit de un sentimiento

Imagen por inteligencia artificial, bajo el prompt robot antropormofizado de manera muy realista y espectacular, mostrando el sentimiento de extrema y sensible compasión

«Incluso con las tecnologías más potentes, las máquinas son incapaces de sentir».  Laurence DevillersDoctora en informática, especializada en ética, inteligencia artificial (IA) y robótica.

Actualmente, la inteligencia artificial sigue ahondando en el campo de las emociones porque es el nexo más relevante en el trato entre personas.

Ese matiz humano de expresión emocional es muy difícil de plasmar en códigos que establezcan patrones de comportamiento. Simplemente, la comunicación emocional no es programable, al estar arraigada en la singularidad y la constante evolución de nuestra naturaleza.

Existen ya robots humanoides con capacidad suficiente para realizar labores de asesoramiento básico a clientes. Son entidades físicas o virtuales que pueden interactuar con nosotros y brindarnos información sobre datos concisos. Sólo es cuestión de tiempo que su apariencia y movimientos emulen fielmente al ser humano.

Sin embargo, debemos tener cuidado al delegar responsabilidades en estas creaciones cada vez más humanizadas. Como advierte la Doctora en Informática Laurence Devillers : “Antropomorfizar hasta proyectar responsabilidades en un robot supone un gran riesgo para la sociedad”.

En un mundo saturado de información, donde el flujo de datos es constante, hay aspectos de nuestra humanidad que no pueden ser medidos ni cuantificados, emergiendo libremente desde lo más profundo de nuestro ser.

Por ejemplo, la calidez al tocar a otra persona o la profundidad de una mirada. Estas experiencias no requieren de datos, sino que se manifiestan desde el silencio interior que todos llevamos dentro.

De hecho, nuestro más maravilloso secreto está fuera de las manos de la ciencia y del mercado, porque reside en la esencia misma de nuestra existencia, palpita en cada respiración y se revela en el silencio más elocuente.

¿Podrá la ciencia algún día capturar un sentimiento en un simple código binario?

Por ahora, la respuesta viva que dé resolución a ese misterio está en cada ser humano.

«Los que se quedan» (2023): una película LIMPIA

UN VIAJE DEL AMOR HACIA EL AMOR

Lo que más deslumbra de esta sencilla película es su honestidad y pureza.

En un mundo saturado de moralina puritana en las artes, resulta refrescante que aborde la soledad y la empatía humana sin caer en los clichés.

Aunque su cartel pueda sugerir una obra teatral, la trama se desenvuelve en diversos escenarios, destacando por sus personajes, sencillos y conmovedores,  cuya cercanía puede resonar en cualquier ser humano, en todo el mundo. De ahí su impresionante aluvión de premios y nominaciones (ver aquí).

El argumento es minimalista, siguiendo la vida de un profesor envejecido, una jefa de cocina abrumada por la reciente pérdida de su hijo en Vietnam, y un joven aparentemente mimado y rebelde, que resulta ser mucho más complejo de lo que aparenta.

La película respira humanidad y sinceridad, sin intentos de empoderamiento, denuncia o juicio. Simplemente muestra a tres personas lidiando con el dolor de la soledad, acentuado durante las festividades navideñas.

El encanto de la producción radica en su atmósfera, que parece haber surgido de la conexión entre los actores durante el rodaje. A pesar de ser una película estadounidense, es sobria y rica en detalles y matices, con actuaciones destacadas tanto de los protagonistas como de los secundarios.

Es una obra que invita a quedarse unas horas para disfrutarla. No se arrepentirá. Seguramente saldrá con una renovada esperanza en la humanidad, un verdadero tesoro en estos tiempos.