Desde el despegue de las redes sociales, nuestro sentido de privacidad ha vivido grandes cambios.
Tiempo atrás, éramos muy recelosos en el uso que podría hacerse de nuestra información personal.
Tras dos generaciones unidas desde su más tierna infancia al móvil, nos hemos acostumbrados a entregar grandes cotas de intimidad a cambio de los beneficios que nos brinda la tecnología.
Usando el móvil, aceptamos que todos los datos aportados por nosotros o extraídos por las herramientas que incorporan sus dispositivos, sea el precio a pagar por disfrutar de todas sus posibilidades.
Quizás, sin saberlo nosotros siquiera, permitimos que accedan incluso a nuestra caja secreta de deseos y frustraciones (a nuestro subconsciente). A cambio, nos sentimos más poderosos y felices con las capacidades y estímulos inmediatos que nos entregan. Pero es que, además, parece no haber opción alguna: la sociedad se ha diseñado para que su uso sea ya irremplazable.
Esta traslación hacia lo virtual en nuestros modos de vida, se ha extendido también al uso del dinero. Desde esta nueva perspectiva, para algunos resulta hasta primitivo tener que manosear sucios papeles para pagar nuestros gastos. ¡Ni punto de comparación con la comodidad y estilo de un leve giro de muñeca al datáfono!
Sin embargo -centrándonos en nuestros derechos y libertades esenciales-, tras este aparente gesto de progreso se esconde un tenebroso potencial de e-s-c-l-a-v-i-t-u-d. Así, con todas sus letras.
Imaginemos brevemente que el dinero en efectivo desaparece (por comodidad, prevención sanitaria o lo que sea…) De entrada, todas las compras y pagos que realicemos desde entonces serán controladas: absolutamente todas.
Ante este planteamiento, muchos afirman que no tienen nada que esconder y les importa poco que se sepa en qué gastan su dinero; pero esta e-s-c-l-a-v-i-t-u-d es mucho más que un repentino reparo por salvaguardar la intimidad.
Si se consigue hacer desaparecer el uso del dinero en efectivo, el estado y las grandes corporaciones globales conocerán en qué gastas hasta el último céntimo de tu dinero. Y lo más peligroso si cabe: podrán limitar, reducir o condicionar tu capital, su uso y disfrute según les interese, y de manera inmediata.
Podrán limitar el uso de tu tarjeta según donde figures geolocalizado en cada momento, limitarla a un horario concreto, a una serie de productos no baneados, a un saldo variable según tus relaciones tributarias, historial sanitario, policial, etc. El motivo será la conveniencia, pero se alegará un imperativo legal, razones de control climático o lo que dicten los medios como urgencia planetaria del momento.
Nada más placentero que poder emplear nuestro dinero en lo que deseemos y disponer (siquiera como efecto colateral, aunque no nos importe) del derecho a una privacidad efectiva sobre en qué, cómo, cuánto y cuándo gastamos el fruto de nuestro esfuerzo. Y lo más tranquilizador, por justo: sin sobresaltos sobre limitaciones arbitrarias en su uso, ni variaciones sorpresivas en nuestro saldo.
Que el dinero en efectivo y la libertad del consumo nos acompañe al menos por este siglo. De los europeos unidos, depende.
Debe estar conectado para enviar un comentario.